viernes, 27 de febrero de 2009

La Catedral de Cristal


Ya no esperaba la candidez de ese instante, en el que tanto tiempo intentó vivir.
Sara se despertaba cada mañana con el mismo sueño que la rendía noche tras noche casi al dar el alba. Sentía que sus piernas no tenían la fuerza necesaria para mantenerse por sí mismas, que si se levantaba de aquella cama caería al suelo sín más, sin ninguna respuesta.
Tras un silencioso suspiro, dejó tras de sí, su forma, su cuerpo impreso en las estúpidas sábanas.
Casi sin despegar sus pies del gélido suelo por miedo a dejar pisadas que le pudiesen delatar, se dirigió al baño donde se encontró, cara a cara consigo misma.
Ya no era Sara, hacía tiempo que había dejado de serlo.
Palpó su rostro deteniéndose en sus ojos. Habían dejado de ser sus ojos para convertirse, simplemente en meros focos sin luz que miraban y miraban pero jamás conseguirían guiar a nadie.
Escapó de aquel lugar muy despacio mientras se acercaba a un montón de prendas negras que descansaban en un pequeño sillón carmesí. Eligió al azar dos prendas y, cubriéndose con ellas, abandonó la habitación junto al chirriar de la puerta.
Ella estaba allí, contemplándola como siempre hacía. Sara era consciente de que jamás la entendería, jamás vería en ella nada más que un amor incondicinal y una lealtad absoluta.
Nieve, su siempre fiel compañera se acercó a ella buscando el cobijo de sus piernas enrredándose en ellas una y otra vez.
Sara intentó sonreir y sintió como algo dentro de ella se rompía, se hacía añicos y en cada pedazo de alma rota se escondía un cruel recuerdo.
Sín más recogió un collar púrpura que deslizó por el cuello peludo de Nieve y abrió la puerta de la calle.
La mañana era tan fría...el gélido viento chocaba contra sus mejillas cruelmente sajando su piel, enterró su mentón en la bufanda y se encaminó al parque...
Al parque del olvido...
Se sentó en el primer banco olvidado que encontró cobijándose bajo sus brazos mientras Nieve, corría sin parar buscando compañeros de batalla con los que jugar.
Olvidó aquel instante sumergiéndose una vez más en sus pensamientos, repasando esos pedazos de alma, buscando desesperadamente un nexo que los uniera todos, navegó entre océanos de dolor, anduvo por desiertos de desesperanza...y prefirió dejarlo estar.
Al cabo de un instante eterno se levantó temiendo esa falta de seguridad que la mantuviese en pie, y llamó a su amiga...es hora de volver a casa Nieve...
...
Y así, su vida se escapaba día tras día, siempre el mismo miedo, siempre el mismo acusador espejo, siempre el mismo lugar...
Volvió a ese banco, y a sus pensamientos. Intentó volverlos a juntar...
-Es difícil ser cuando ya no existe...escuchó junto a su oido en un leve susurro.
Miró a su lado encontrándose con unos ojos negros, de viveza extraordinaria. Temió por ellos.
La extraña presencia de un hombre vestido de oscuro, junto a ella le aturdió, más cuando iba a hablar detuvo su instinto.
-Te he estado observando, día tras día, siempre a la misma hora, en el mismo lugar, en este mismo banco en el que estás. He intentado descubrirte, saber que haces aquí y por qué tus ojos no tienen luz. He intentado hilbanar esos pedazos que se deshacen en tu alma, he pensado en tí continuamente sin saber siquiera tu nombre...y ayer...desistí de tí. Me alejé del parque del olvido y no pensaba volver nunca más.
-¿Y por qué estás aquí..?.
-Verás, ayer, cuando llegué a mi casa, cuando dejé mi montón de ropa en el sillón, cuando me asomé al hiriente espejo, cuando me dejé vencer por el sueño, sín más...te ví morir.
Te ví en mi sueño muriendo poco a poco.
-No entiendo...
Aquel hombre dirigió una mano a la boca de ella suavemente silenciando sus labios.
-No tienes que entender, porque ya he entendido yo.
Se giró en busca de su extraña mochila de cuero y comenzó a buscar mientras dejaba objetos en el banco, uno por uno, muy despacio, mientras susurraba.
-Te regalo un reloj de arena para que te apoderes del tiempo...te regalo un bastón para que hagas tuyas tus piernas...te regalo unas tijeras para que rompas esas sábanas...te regalo unos calcetines para que no dejes pisadas en el suelo...y por último te regalo un espejo sin reflejo para que olvides tu rostro.
Sara sin saber qué o qué no decir comenzó a llorar cubriéndose los ojos con las manos. Él se situó de cunclillas frente a ella buscando sus ojos entre las manos, separándolas suavemente mientras sonreía.
-Tengo otros regalos para ofrecerte, a cambio de los que ya tienes.
Dirigió sus manos al suelo palpando la arena del parque y deslizándola en las manos de Sara.
-Te ofrezco la arena de ese reloj para que mueva tu tiempo.
Del mismo suelo cogió una pequeña ramita situándola, nuevamente en las manos de ella.
-Te ofrezco una rama de árbol para que mueva tus piernas.
Buscó un canto rodado, completamente liso, que puso en las sucias manos de la mujer.
-Te ofrezco una piedra para que rasgue tus sábanas.
Encontró dos hojas caídas junto a ellos y se las dió.
-Te ofrezco dos hojas para que borres tus pisadas.
Por último, divisó un pequeño cristal de botella, que con cuidado, una vez más puso en sus manos.
-Y por último te ofrezco este espejo para que te contemples día tras día.

Sara, miró fijamente los ojos de aquel hombre que permanecía agachado frente a ella, le miró con tanta intensidad que sus ojos encontraron la respuesta a tantas preguntas.
Dejó que la arena se filtrase entre sus dedos. Rompió la ramita a la mitad dejando que cayese al suelo. Lanzó la piedra tan lejos como le fue posible perdiéndola en la distancia. Pisó las hojas tan fuerte que se perdieron entre la arena y, por último enterró ese cristal para que jamás nadie lo encontrase, ni pudiese cortarse con él, y, sin más, por primera vez en su vida, Sara, se limitó a sonreir.

2 comentarios:

  1. Precioso... díme si tu tambien enterraste ese cristal... díme que sí.

    Besos.

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  2. sí, pero sé muy bien dónde, y ese es el problema.

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