*La mañana era cálida.
Una vez más,Alaya,con su cesta de mimbre al hombro,salía temprano a recoger las moras antes que,los hijos del herrero,dieran buena cuenta de ellas.Recogería suficientes para una mermelada duradera.
Cuando llegó al río,Arthur,el mayor de los hijos del herrero llevaba en su abultada camisa blanca más moras de las que ella podría recoger en dos mañanas.
"Es un crío egoísta"-pensó Alaya.Realmente odiaba a ese chiquillo.
Arthur,de cabellos rojizos cual fuego y ojos marrones como la tierra,era un niño de buena estatura.A sus once años de edad era más alto que Alaya y,según pensaba ella,podría llegar a ser un jóven bien parecido si gastase más esfuerzos en ayudar a su padre en la herrería que en comer tantas moras.
A regañadientes y maldiciendo al chiquillo,la jóven avanzó hacia las zarzas para evitar aquel saqueo.
Una vez hubo llenado su cesta,no sin antes haberse magullado las manos,partió rumbo al bosque.Más allá de los grandes techos que formaban las ramas y las hojas de los árboles,,junto al nacimiento del río Berlanmord,se encontraba su hogar.
Una pequeña casa de madera y piedra que jugaba al escondite con los aldeanos de la cercana Düarlek.
Caminando por el Sendero Verde,bautizado así por ella misma,pudo divisar,pastando no a muchos pies,una negra y voluminosa figura.
Se detuvo intentando fijar los ojos en lo que,a su parecer,se asemejaba a un animal de montura.
Poco a poco,se fue acercando sigilosamente pudiendo así comprobar que estaba en lo cierto.
A medida que avanzaba distinguía con mayor claridad un formidable corcel de guerra azabache ataviado con exquisita montura blanca.
Sus sigilosos pasos descuidaron su silencio y el crujir de una rama seca se escapó bajo los píes de Alaya.
El animal,al oír aquel inesperado crujido huyó atemorizado campo a través con la misma rapidez que un halcón se lanza hacia su presa.
La muchacha no lo dudó un momento.Como si una fuerza sobrehumana la incitase a ello,dejó su cesta de mimbre en la hierba y echó a correr en busca del negro corcel.
Su respiración,entrecortada por el esfuerzo del galope del caballo,se paró subitamente por un momento.
Tras un gran abedul, pudo vislumbrar una figura yaciente,que,respondía,a un ser de buena altura.
La misma oscuridad del animal caía sobre las ropas de aquel individuo.
Alaya tuvo miedo,"¿No sería acaso un tartalo?"pensó.
No podía serlo.Los tartalos,nacidos del mismísimo lodo,eran criaturas repugnantes que,jamás vestirían de aquella forma.
Sin darse apenas cuenta se encontró a escasos pasos del cuerpo.
La euforia y el alivio de descubrir que se trataba de un jóven de no muchas más primaveras que las suyas,se desvaneció fugazmente.
En el cuello de aquel hombre una gran herida cruzaba bruscamente de la garganta a la nuca.
Alaya,en un principio imaginó que la muerte sería la única respuesta de aquel cuerpo,pero,un casi inaudible gemido la hizo darse cuenta de su error.El jóven aún vivía.
Muy despacio,se agachó junto a él,y,con la más absoluta delicadeza se dispuso a voltearle para colocar su espalda enfrentada contra la hierba.En ese momento,el caballero abrió los ojos y,cogiéndola firmemente del brazo izquiero la miró fijamente.Acto seguido se desvaneció.
En un esfuerzo descomunal y haciendo acopio de su astucia,Alaya consiguió hacerse con las riendas del caballo y se dispuso a subir al extraño caballero a su montura.
El camino se mostraba más largo de lo habitual.
Los pensamientos le inundaban.Quién sería el apuesto jóven le intrigaba,pero,más aún sus ojos.
Jamás había visto unos ojos como aquellos.Esa mirada,aunque fugaz,había mostrado algo a Alaya que aún,no se podía explicar.Un secreto,grabado a fuego que a punto estuvo de quemarla a ella también.
Una vez más,Alaya,con su cesta de mimbre al hombro,salía temprano a recoger las moras antes que,los hijos del herrero,dieran buena cuenta de ellas.Recogería suficientes para una mermelada duradera.
Cuando llegó al río,Arthur,el mayor de los hijos del herrero llevaba en su abultada camisa blanca más moras de las que ella podría recoger en dos mañanas.
"Es un crío egoísta"-pensó Alaya.Realmente odiaba a ese chiquillo.
Arthur,de cabellos rojizos cual fuego y ojos marrones como la tierra,era un niño de buena estatura.A sus once años de edad era más alto que Alaya y,según pensaba ella,podría llegar a ser un jóven bien parecido si gastase más esfuerzos en ayudar a su padre en la herrería que en comer tantas moras.
A regañadientes y maldiciendo al chiquillo,la jóven avanzó hacia las zarzas para evitar aquel saqueo.
Una vez hubo llenado su cesta,no sin antes haberse magullado las manos,partió rumbo al bosque.Más allá de los grandes techos que formaban las ramas y las hojas de los árboles,,junto al nacimiento del río Berlanmord,se encontraba su hogar.
Una pequeña casa de madera y piedra que jugaba al escondite con los aldeanos de la cercana Düarlek.
Caminando por el Sendero Verde,bautizado así por ella misma,pudo divisar,pastando no a muchos pies,una negra y voluminosa figura.
Se detuvo intentando fijar los ojos en lo que,a su parecer,se asemejaba a un animal de montura.
Poco a poco,se fue acercando sigilosamente pudiendo así comprobar que estaba en lo cierto.
A medida que avanzaba distinguía con mayor claridad un formidable corcel de guerra azabache ataviado con exquisita montura blanca.
Sus sigilosos pasos descuidaron su silencio y el crujir de una rama seca se escapó bajo los píes de Alaya.
El animal,al oír aquel inesperado crujido huyó atemorizado campo a través con la misma rapidez que un halcón se lanza hacia su presa.
La muchacha no lo dudó un momento.Como si una fuerza sobrehumana la incitase a ello,dejó su cesta de mimbre en la hierba y echó a correr en busca del negro corcel.
Su respiración,entrecortada por el esfuerzo del galope del caballo,se paró subitamente por un momento.
Tras un gran abedul, pudo vislumbrar una figura yaciente,que,respondía,a un ser de buena altura.
La misma oscuridad del animal caía sobre las ropas de aquel individuo.
Alaya tuvo miedo,"¿No sería acaso un tartalo?"pensó.
No podía serlo.Los tartalos,nacidos del mismísimo lodo,eran criaturas repugnantes que,jamás vestirían de aquella forma.
Sin darse apenas cuenta se encontró a escasos pasos del cuerpo.
La euforia y el alivio de descubrir que se trataba de un jóven de no muchas más primaveras que las suyas,se desvaneció fugazmente.
En el cuello de aquel hombre una gran herida cruzaba bruscamente de la garganta a la nuca.
Alaya,en un principio imaginó que la muerte sería la única respuesta de aquel cuerpo,pero,un casi inaudible gemido la hizo darse cuenta de su error.El jóven aún vivía.
Muy despacio,se agachó junto a él,y,con la más absoluta delicadeza se dispuso a voltearle para colocar su espalda enfrentada contra la hierba.En ese momento,el caballero abrió los ojos y,cogiéndola firmemente del brazo izquiero la miró fijamente.Acto seguido se desvaneció.
En un esfuerzo descomunal y haciendo acopio de su astucia,Alaya consiguió hacerse con las riendas del caballo y se dispuso a subir al extraño caballero a su montura.
El camino se mostraba más largo de lo habitual.
Los pensamientos le inundaban.Quién sería el apuesto jóven le intrigaba,pero,más aún sus ojos.
Jamás había visto unos ojos como aquellos.Esa mirada,aunque fugaz,había mostrado algo a Alaya que aún,no se podía explicar.Un secreto,grabado a fuego que a punto estuvo de quemarla a ella también.
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